En el horno brillaban las orbes de un mundo fantástico, chisporroteaban las jaras secas y crujían con estrépito las piñas. Las chispas iban y venían entre el fogal y el secadero cuando las piezas, como un tesoro, brillaban entre las llamas azules.
La locera afinaba su mirada de fuego mientras el corazón se hacía un puño, pidiendo a  Dios que ninguna pieza se rompiera. Detrás de cada gánigo, de cada tostador, cada cazuela, se apiñaba el sudor de las mulas cuando traían la arena desde los altos, el barro, desde San José; el agua, desde todas las fuentes de La Guancha: la de Don Bruno, La Cagalera, El Chupadero, los Derriscaderos…
Lo más duro era el almagre, de amanecida hasta las Manchas, al pie del Teide, para impermeabilizar las piezas. El almagre era esa tierra roja que daba brillo a la cerámica como si fuese mágica, tierra que se esconde entre las coladas como una lengua del color del fuego de las entrañas.
Así era la vida en el Farrobo, cada persona a su faena: los hombres a la cumbre, las mujeres a las fuentes, a la casa y a las huertas, a las gallinas; a labor de madre, la que a veces no se ve. Las mujeres al trabajo de la loza, haciendo crecer las piezas con maestría aborigen, con arte femenino y febril. Y del secadero al horno ¡Benditos hornos aquellos que adornaban y daban vida a mi barrio! Simbolizaban la alegría, el calor de un hogar enorme, más grande que mi casa, era el calor de muchas casas. De muchas de ellas salían las mujeres con las piezas de cerámica a la cabeza para venderlas. Hacia Icod, ¡hacia Garachico!, …hacia Buenavista. Bien lejos había que ir a buscar el sustento a pie, cargando la cerámica como una promesa, la de trabajar duro para regalar vida a los seres queridos.

El Farrobo era como un milagro de tierra, personas, trasiegos; era donde se hacían los abrazos que luego servirían de cuna a los pedacitos de agua.
En Tenerife, 3-III-2016